domingo, 30 de agosto de 2009

Cómo montar a un filósofo


Prometí no volver a hablar de Aristóteles. Pero por ahora no tengo cabeza para otra cosa: sufro con una tesis sobre el Filósofo y la interpretación que de él hicieron los medievales. Y, bueno, dado que el tema de esta nueva serie de posts tiene que ver con juegos, erotismo y conexos, creí que sería imposible entrar en resonancia. Pero ¡nada!, que los eruditos medievales también tenían sus horas cachondas. Y como no tenían para jugar nada más que sus vetustos y áridos libros... pues jugaron con ellos.
Por azares del destino encontré una leyenda medieval donde se cuenta cómo Aristóteles cayó seducido por la mujer de Alejandro Magno. La leyenda tiene varias versiones: en una es la mismísima reina, en otra una esclava hindú.

Mi calenturienta mente no tuvo capacidad de generar un cuento ni obra propia. Sólo atiné a traducir una de las versiones de la leyenda. De esta versión surgió una narración francesa en el s. XVIII, que inspiró tanto a algunos versos de López Velarde como un cuento del amadísimo Juan José Arreola: "El lay de Aristóteles".
(y mientras batallo, sudo y sufro con el Estagirita, cada vez que me encuentro con otra aristotélica que lo padece -y que lee en sus páginas una y otra vez cómo la mujer es inferior, etc, etc... le propongo montarnos en Aristóteles y fundar el club de las dominatrix aristotélicas)

Les dejo la traducción: ojalá sea de su agrado.

Alguna vez Aristóteles le enseñó a Alejandro que debía contenerse de cohabitar frecuentemente con su esposa -quién era muy hermosa- para que su mente no entorpeciera a su buen sentido. Y cuando Alejandro obedeció sus palabras, la reina, al percatarse (y afligida), comenzó a atraer a Aristóteles hacia su amor. Y para atraerlo deambuló muchas veces con los pies desnudos y el cabello suelto frente a él.
Al fin, atraído, comenzó a solicitarla carnalmente. Y dijo ella: "No lo haré en absoluto sino hasta que vea una señal de amor, para que tú me pruebes: por ello ven a mi recámara, reptando sobre manos y pies y cargándome como si fueras un caballo, y entonces sabré que no me estás engañando". Al haber consentido con sus condiciones, ella, en secreto, le contó lo ocurrido a Alejandro, quien esperó el momento justo para atraparlo portando a la reina. Cuando Alejandro quiso matar a Aristóteles, éste, para disculparse, le habló de esta manera: "Si así accedió un anciano muy sabio a ser engañado por una mujer, puedes ver que bien te enseñé que puede ocurrirte esto a ti que eres un joven."
Al escuchar esto, el rey lo soltó y se inició en las doctrinas de Aristóteles.

Promptuarium exemplorum. Iohannes Herolt

jueves, 20 de agosto de 2009

Un escrito de juventud.


Buena oportunidad para dar un segundo aire a estos párrafos autobiográficos.

Siempre fui un horrendo obeso. De niño, en la primaria, mis compañeros me orinaban encima y me llamaban “el cara de mierda”. Cagaban, me tomaban entre tres o cuatro y, apretándome la nariz, hacían que abriera la boca para meterme papeles embarrados de sus desechos. Mi padre, un alcohólico y drogadicto, se entretenía viendo a mis hermanas bañarse y se masturbaba en cualquier lugar del minúsculo y fétido departamento. Mi madre, odiosamente estúpida, trabajaba todo el día y parte de la noche en una maloliente y grasienta fonda del centro de la ciudad. Mi inmundo cuerpo y yo estábamos solos.

Para cuando me gradué de la escuela primaria, ya me metía cualquier cosa en el ano para compensar los cerotes que retenía cada vez que podía. Como los aplastaba con mis nalgas, frecuentemente me embarraba y despedía un hedor insoportable. Cada vez que hacía eso, me bañaban mis hermanas con jícaras de agua helada en el patio, bajo la mirada de risueños niños y adultos del edificio. Lo que no sabían era que ese castigo me gustaba tanto como a ellos.

Fui desarrollando un placer por la vejación, por ser humillado, por hacer el ridículo, por dar lástima. A los trece años, mi padre me quebró todos los dientes frontales mientras me metía salvajemente el pene por la boca y se venía furioso, llenándome la garganta de semen. Después, le dijo a mi madre, eterna idiota, que me había descubierto metiéndome cosas por el culo y que por eso me había golpeado. No dije nada, había aprendido a disfrutarlo.

Hurgaba en el bote del baño y conocía el sabor de mis padres y de mis hermanas, tenía mis favoritos y jugaba a adivinar de quién era la mierda que ingería. La mía no me gustaba, me daba asco. Harto, sin embargo, de los mismos manjares, recorría restaurantes y supermercados y disfrutaba probar cuando alguien estaba enfermo: sabores agrios que duraban más tiempo en estado casi líquido. Me han contagiado miles de veces, pero nada ha podido postrarme más de una semana.

Un día me enfadó la mierda humana. En las miserables calles de barro que componen nuestra colonia abundan los perros sarnientos y la zona siempre despide los densos vapores de la caca animal. Me he convertido en un adolescente que a propósito pisa lo que los perros dejan para después lamer las suelas encerrado en su cuarto. Mi padre ya me coge por el culo y el hueco que dejaron mis dientes lo encuentra especialmente delicioso. Mis hermanas se han ido a parir hijos a lo pendejo y mi madre continúa manteniendo los vicios de mi padre y mi aqueroso estómago.

Como mi madre ve en mi “potencial” me inscribió en la secundaria sin importarle que estaba, al menos, tres años atrasado. Son días oscuros. Las gente se vuelve más inofensiva en sus burlas con los años. Me llaman simplemente “el puto”, “la cerda” o “el cacarizo” (porque tengo plagada la cara de granos). Nada más. Yo me como su mierda cuado visito los baños y a propósito me cago en las clases para escuchar insultos más graves. Cuando llego a casa se la mamo a mi padre y después voy y me cojo cualquier chucha en celo que pase. Vienen las vacaciones, ya me comienza a aburrir la mierda de perro y no sé con qué he de suplirle.

viernes, 14 de agosto de 2009

Materia gris y tres equis

La casa de mis tíos era grande. En ella vivía también mi prima. Yo calzaba del veinte pero tenía unos patines del veintiséis, que usaba en los interiores de las casas, pero aún más, en los interiores de esa casa. Mi tío trabajaba mucho, mi tía se iba al gimnasio, mi prima tenía unos patines, yo tenía unos patines y en la sala había un estéreo. Era la época de la canción de Short Short Man y mi parienta no dudaba en repetirla a todo volumen, hasta que se le ocurrió lo de meternos a husmear al cuartito. Era una habitación chiquita bajo las escaleras, donde estaba la caja fuerte, que contenía contratos, credenciales y revistas porno. Para ella, la que no era yo, estaba implícita la invitación a violar el cuartito, y conmigo de acompañante y cómplice, hojeamos muchas de las publicaciones "para adultos".

No recuerdo una foto en especial, ni los desnudos totales, ni las poses, ni las historias. Más bien la hazaña de entrar al lugar prohibido, el "a ver si no nos cachan". Y no, nunca. Cuento con los dedos de una mano las veces que estuve dentro del cuartito, porque luego dejé de ver a mi prima, pero poco tiempo después, en las siestas sobre las carreteras, soñaba clichés sensualones de película gringo-mexicana de acción: que yo, de veintitantos años y bastante atlética, salvaba de la explosión al Museo de Historia Natural de no sé qué metrópolis, y que un galán me recompensaba con besos y caricias. Ni yo entiendo por qué aquello se me quedó grabado, o por qué me gustaba tanto pensar la escena así. En esa infancia, hasta allí llegaba yo con mis historias "eróticas", que después, un día como hoy, o más bien hoy, en el desvelo parcial (¿hay un desvelo total?) me da por soltarlas a los cuatro vientos.

Para no asustar al lector que se asusta, mi objeto porno más porno reside más en la imaginación que en los puestos de revistas o las sex shop. Aunque, se supone que así es la cuestión y a nadie le da susto. Por suerte.

martes, 11 de agosto de 2009

X


Dicen que lo prohibido es lo deseado, así que puedo decir que mis padres fueron quienes avivaron mi capacidad de deseo, pues en mi casa todo estaba prohibido. Mi hermano y yo asistimos a la infancia como testigos, y nos limitamos a leer las travesuras que nos hubiera gustado hacer. Como la mayoría de los objetos que poblaban la casa eran intocables o estaban escondidos, nuestra fraternidad se estrechó en vínculos peligrosos: el del secreto, la complicidad y la imaginación.
Nuestro primer gran delito fue la violación del secreto masónico, al hallar los arreos de mi padre. Lo pagamos con una noche de pesadillas, pues los símbolos bordados en el mandil fueron suficiente para excitar nuestro morbo y, sobre todo, para convencernos de que un desconocido simulaba inocencia, pero seguramente era un ser maligno y capaz de crueldades rituales e insospechadas. Enloquecidas mandíbulas y esqueletos de animales revoloteraron en mi mente durante semanas en las que evité por todos los medios posibles evitar el contacto con papá.
Cuando tuve diez años y mi hermano, doce, la curiosidad se empezó a aliar con las hormonas. Por fatal coincidencia o por suerte o destino -que no son iguales, aunque se parezcan- mi hermano y yo presenciamos la compra de una pequeña caja que ocupó nuestras conversaciones durante un tiempo. Era un VHS, El amante. Ni más ni menos.
Podría decir que esa fue mi primera pornografía, a pesar de que nunca vi esa película. Lo fue porque mi hermano y yo dedicamos horas a buscarla, pues mis padres la escondían; una vez hallada, leímos la sinopsis una y otra vez, y la devolvíamos siempre a su escondite, para evitar ser descubiertos. Aunque la breve reseña al reverso de la película no me decía nada y la foto de la portada -el retrato de una chica pálida y circunspecta- era aun menos elocuente, lo auténticamente excitante, erótico y pornográfico, era complementar la visión del secreto a partir de la prohibición. Con mis diez años y mi torrente hormonal de niña apenas puberta, logré imaginar escenas que no he visto nunca, que no he vivido nunca, que no sé si toleraría si alcanzaran concreción. Las imaginé y las relaté a mis amiguitas de la escuela, y cuando preguntaban de dónde sacaba yo eso, les explicaba que de una película que tenían mis papás. Cuando alguno de ellos iba por mí a la escuela se veía rodeado de risitas incomprensibles y sonrojadas, y yo me sentía culpable a medias, pero satisfecha también.
Después el sexo se volvió gráfico, y luego sonoro, y luego táctil. El sexo se volvió una vivencia o una travesura. El sexo se convirtió en las fotos de los penes de mis compañeritos de secundaria, que competían para ver quién lo tenía más grande y nos mostraban las imágenes para que las comparáramos, pero no nos lo enseñaban porque les daba pena. El sexo fue también la primera vez que alguien metió su lengua en mi boca y su mano entre mis piernas, así, en simultáneo, sin previo aviso, sin paredes ni techo: una madrugada en plena calle, mientras los perros ladraban y nuestros padres y amigos nos buscaban imaginando lo que sucedería -lo que estaba sucediendo-. El sexo fue un cuarto cerrado, una ventana abierta, un par de cicatrices. El sexo fue la luna y la voracidad. El sexo fue los libros de Sade, las borracheras de universidad, un coche afuera de mi trabajo, un cigarro que se fuma y se gime. Fue eso y las películas francesas y las portadas de revistas que uno, al andar por el centro, no puede evitar ver. Pero el sexo no ha vuelto a ser, (no ha sido hasta ahora y quizá nunca lo sea) la violencia, la ansiedad, la perversión y la extrañeza con la que se proyectaba el contenido de una cajita negra en la imaginación de mis ya lujuriosos diez años.
(P.D.: Ya sé que no pedí turno y publiqué nomás de tetas, pero es que nadie se aventaba.)

jueves, 6 de agosto de 2009

¡Ay papito! Verde que te quiero verde...


Ay dios, mi primera pornografía señores; un hombre verde, voz socarrona, ¡Ay chulo!, que papacito... esas noches de primaria no eran tan solitarias, bastaba imaginarse una estudiante... que quisiera aprender artes marciales... una niña quizás de doce años... huérfana (sus padres en la historia habían muerto en alguna batalla en la que Pikoro había participado y por la culpa la adoptaba), que Lolita ni que mis calzones...
Además imagínense; si el hombre podía cambiar de tamaño a voluntad,y le crecían así las manos...¡Ajua!, Pégame marcianito pero no me dejes (¿alguien sabe si existe la marcianofilia?), que noches de abducciones aquellas...
Claro hasta que al maldito de Akira Toriyama se le ocurrió, ¡Por dios santo, como se atreve!, que todos eran putos y que se reproducían por la boca (si, ya sé que eso se ve desde que Pikoro Padre, tuvo a Pikoro hijo, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera sólo una clonación atípica...), claro que me niego a esa variación de la historia porque ¡Pikoro es muy macho y puede con todas! (¿me escuchaste Akira? que puros hombres ni que tu nipona madre...).
Para poner a moda la verdiofilia; o marcianofilia, o mejor aún; la pikorofilia, he dicho.
Janik

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